Introducción
La regulación de las telecomunicaciones,
en el mundo y en nuestro país, ha tenido el mismo motor que
mueve a las leyes desde siempre: la búsqueda de la libertad.
Iniciado en 1990 y consolidado con el Decreto 764/00, ese objetivo
se ha logrado y debe ser mantenido. Es obedecer a nuestra Constitución:
todos tenemos derecho a recibir y prestar servicios de telecomunicaciones
si cumplimos con los requisitos legales, que deben ser razonables
y asegurar los beneficios de la competencia, máxime habiendo
quedado demostrados los beneficios de la apertura de este mercado,
que está logrando superar la crisis iniciada el año
2000 sin desmoronarse. La originalidad no es una virtud en sí
misma y la regulación argentina actual es buena. Por ello
es innecesario y negativo generar proyectos que por la mera innovación
en sí misma, provoquen una inseguridad jurídica nefasta
para las inversiones y la creación de empleo. Es así
que este anteproyecto carece de novedades sustanciales y en esencia
solo reordena los temas propios de una ley, asumiendo que serán
complementados con el reglamento general que se dictaría
tras ella.
La convergencia de servicios
Este es uno de los grandes temas de las telecomunicaciones
pero pese a los esfuerzos de muchas legislaciones recientes, ha
quedado una vez más demostrado que las leyes no fabrican
el futuro ni pueden anticiparse a él.
Por definición, una ley es el resultado de
un proceso gestado y consolidado en el pasado y la pretensión
de que genere futuro es una utopía. Lo máximo que
una ley puede hacer es liberar la fuerza creadora que no está
ni en las leyes ni en los gobiernos, sino en cada uno de los habitantes.
Ese ha sido el objetivo de este anteproyecto: no obstar a la convergencia
en la medida que no se dañen derechos ni intereses de mayor
valor, como los de los usuarios y clientes o los de las empresas
que hubiesen realizado inversiones o pagado derechos de entrada
al mercado.
Los servicios públicos
El anteproyecto sigue el esquema de licencia única,
con registro de servicios y obtención de autorizaciones,
habilitaciones y permisos, intentando además conformar un
cuerpo de normas comunes a todos esos aspectos, para evitar repeticiones
innecesarias [1] o contradicciones sin
justificación.
A nuestro entender, todos los servicios de telecomunicaciones
prestados a terceros son servicios públicos, no solo porque
así lo establece la ley 19.798 sino porque así se
tutela el interés común de recibir esos servicios
dentro de parámetros de continuidad, regularidad, uniformidad,
universalidad y obligatoriedad debidamente reglamentados en cada
momento.
El prejuicio de que la calificación de servicio
público implica perder libertad de acción y quedar
sometido a controles , no tiene verdadera sustancia, porque los
hechos demuestran que aunque no se considere a ciertos servicios
(vg. los móviles o los de transmisión de datos) como
servicios públicos propiamente dichos, cuando se generan
conflictos con miles de clientes, el Estado interviene, regula y
restringe esas libertades sin analizar si está o no frente
a un servicio público.
Como contrapartida, esta calificación de
servicio público permite al prestador gozar de ciertos derechos
que no serían concebibles para una actividad común,
como el uso gratuito de espacios públicos y privados, la
posibilidad de forzar convenios con terceros como el de interconexión.[2]
La tutela de usuarios y clientes
Que la libertad sea el principio medular que justifica
la existencia del Estado moderno, no implica olvidar que para garantizarla,
se debe proteger a quienes por su debilidad relativa, no autosatisfacen
ciertas necesidades básicas. Por ello el anteproyecto consolida
las disposiciones protectoras de usuarios y clientes, generalizándolas
desde la telefonía hacia todos los servicios de telecomunicaciones,
ya que no se justifica que los clientes telefónicos tengan
por ejemplo un amparo del que carecen los de valor agregado
o transmisión de datos, mas allá de su posibilidad
de optar entre una oferta mayor que la existente en el sector de
los servicios telefónicos.
También se han incluido otros derechos, siendo
imprescindible una eficiente tutela de la confidencialidad y la
privacidad, hasta hoy declamada pero no cumplida. Por ello se han
mejorado las normas de la ley 19.798, agregando nuevos derechos
reconocidos a usuarios y clientes en esos aspectos. Incluso proponemos
una indemnización tasada y una norma penal, para corregir
la actual ausencia de consecuencias mensurables y de penas específicas,
que vuelven letra muerta las garantías vigentes.
Es parte de la protección de la libertad
no sólo ocuparse de clientes y usuarios sino también
de quienes aún no han podido serlo y por ello, no gozan de
esa libertad de optar. Para que los servicios de telecomunicaciones
por ahora, el telefónico puedan ser recibidos
progresiva y rápidamente por toda la población, se
mantienen las normas de Servicio Universal, que deberán ser
puestas en ejecución con celeridad y eficiencia.
El desarrollo tecnológico y el Derecho
Es un lugar común la afirmación de
que en el derecho de las comunicaciones los avances tecnológicos
provocan la rápida desactualización de las leyes.
Nada más equivocado: ese problema ocurre solo con las normas
mal concebidas, que pretenden a regular tecnologías, algo
ajeno por definición a las leyes, que sólo
rigen conductas humanas [3] y no chips,
válvulas o semiconductores.
La ley no debe definir tecnologías, porque
éstas pertenecen por su propia esencia a las reglas del arte.
Por ejemplo, en todo el Código Civil, que con sus más
de 4.000 artículos regula eficientemente los derechos de
propiedad, hay solamente dos menciones al ladrillo (arts. 2622 y
2725) y tres a la piedra (arts. 2335, 2622 y 2725): es decir que
pese a no haberse siquiera mencionado esos elementos básicos
, desde mediados del siglo XIX hasta hoy no ha habido problemas
por tal silencio.
Nuestro objetivo ha sido emular la sabiduría
de Vélez Sarsfield, restringiendo las normas a las conductas,
actos y actividades, casi sin referir aspectos tecnológicos
que, en cuanto tales, son mutables y deben ser materia de otras
ciencias pero no de la jurídica. Esos temas deben ser eventualmente
reglamentados, mientras la ley debe limitarse a consignar algunas
reglas básicas, como que las redes e instalaciones no deben
generar daños ni causar interferencias con las redes de terceros.
Por igual razón ni siquiera se menciona al
protocolo Internet, hoy tan en boga como lo estuvo hace unos años
el desprecio por el cobre y el encandilamento por la fibra óptica.
Baste pensar qué hubiera sucedido si una ley hubiese limitado
los tendidos de cobre, para al poco tiempo ver desarrollarse los
sistemas DSL.
Párrafo aparte merece Internet: siguiendo
el ejemplo de todas las legislaciones del mundo, lo mejor en este
sector es limitar la pasión regulatoria al mínimo,
dejándolo libre tal como ha estado hasta el presente.
La política económica
Es usual que en todo proceso de legislación
surja la inquietud de solucionar problemas macroeconómicos,
promoviendo modelos productivos y sectoriales, dando mayor o menor
tutela a determinadas empresas por ejemplo, las llamadas pymes
promoviendo la integración geográfica y al Mercosur,
previendo servicios sociales, subsidios, promociones, exenciones,
etc. Todo es admisible pero sólo si se tiene en cuenta que
la ley se aprueba para durar decenios, que es lo que en los hechos
ocurre.
Por eso, las referencias de una ley como la de telecomunicaciones
a aspectos que son indiscutibles en su faz genérica pero
variables en lo que hace a las soluciones posibles en cada momento
dado, deben ser sólo genéricas y no de detalle.
Por ejemplo, nadie duda de que para reconstruir
la capacidad industrial de nuestro país la iniciativa privada
debe complementarse con políticas que debe adoptar el Estado.
En este ámbito, la esencial mutabilidad de las decisiones
de política económica de cada gobierno, hacen inconveniente
que en leyes destinadas a perdurar, se incluyan disposiciones demasiado
específicas, que pueden ser buenas para un lustro, pero malas
para otro.
De hecho, aunque la reconstrucción de la
industria argentina es hoy un tema clave, la historia nos demuestra
que este tema no ha sido en todo tiempo materia de preocupación
gubernamental y social. Por eso, es conveniente que el texto legal
faculte a la autoridad reglamentaria a tomar las medidas específicas
que cada momento demande.
Relacionado con lo anterior y con la regla medular
de la libertad es que se incluye en el anteproyecto el objetivo
de fomentar la competencia efectiva en los mercados, en la explotación
de las redes, en la prestación de los servicios y en el suministro
de los recursos asociados; de promover la inversión eficiente
en materia de infraestructuras y de facilitar la innovación
tecnológica y la investigación, el desarrollo y la
producción de equipamiento en el país y la permanente
mejora de los niveles de empleo. Cómo hacerlo es materia
de otras normas y de otros órganos de gobierno.
Párrafo aparte merecen la política
laboral, por la imperiosa necesidad de generar empleo: la ley de
telecomunicaciones no es el lugar donde esa materia debe regularse:
basta con mencionar entre los objetivos de la ley el fomentar la
permanente mejora de los niveles de empleo, para que luego, en ciertas
decisiones concretas o genéricas, su reglamentación
tenga en cuenta este problema clave, pero ajeno a esta legislación
especial.
La Autoridad de Aplicación
Sin una Autoridad de Aplicación seria, eficiente,
honesta, capaz y profesional, la ley será solo una expresión
de deseos, sometida a los avatares políticos del momento.
Por ello debe utilizarse un esquema similar al que tan buenos resultados
viene dando en el Reino Unido durante los últimos 20 años,
es decir una Autoridad de Aplicación que también lo
sea de control y regulatoria, consolidada en un ente autárquico
la Comisión Nacional de Comunicaciones creado
en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional, independiente
y estable.
El directorio de la CNC debe estar integrado por
personas que realmente operativas y por ello descartamos cualquier
hipótesis de conformarlo con representantes provinciales
y de ONG. Baste pensar qué grado de eficiencia tendría
un directorio con 24 directores por las provincias, más 5
ó 6 por algunas ONG, más otros 3 ó 4 expertos
en el tema: ninguna. Los costos directos e indirectos, las demoras
y las externalidades negativas de semejante grupo serían
enormes.
Sin caer en la unipersonalidad del sistema inglés,
proponemos un directorio de seis miembros. Es importante que la
ley impida que la Comisión se convierta en una fuente de
canonjías; por ello es que el Presidente y el Vicepresidente
deben elegirse por concurso público [4],
en tanto los cuatro vocales deben ser gerentes en actividad. A la
vez, deben prohibirse los nombramientos y contrataciones de personal
de fuera de la carrera administrativa, salvo para vacantes reales
que se llenen por concurso público.
Aunque es difícil que una futura ley de ministerios
suprima a la Secretaría de Comunicaciones, ello sería
coherente con el sistema de este anteproyecto e incluso con el del
decreto 1185/90 y muy positivo porque se suprimirían estructuras
que solamente complican y demoran la gestión del sector e
incrementan el gasto público y privado.
La estabilidad jurídica
La ley que en definitiva se dicte para reemplazar
a la 19.798 y a la enorme cantidad de normas inferiores que regulan
esta actividad, debe tener un contenido y una redacción que
pueda aspirar a cierto nivel de permanencia, porque ni es posible
políticamente modificar estas leyes cada pocos años,
ni es de país serio hacerlo.
Cualquier propuesta de legislación debe tener
en cuenta que no se trata de encontrar una salida hoy y aquí
a las aparentes urgencias de momento, sino de encontrar con mesura
y rigor intelectual y jurídico, un texto que perdure. Cualquier
otra solución sería hipotecar el futuro, ya que una
ley así dictada nacería limitada en el tiempo y repercutiría
en las inversiones que no atraería, en los trabajos que no
crearía, en los procesos productivos que no conllevaría
y en los impuestos que no se pagarían.
El derecho comparado
Ningún trabajo legislativo puede prescindir
de la legislación extranjera, pero es necesario tener en
cuenta que, en muchos casos, aún unificando textos no se
unificarían contextos, por las diferencias que existen entre
culturas, economías y entornos. Con esa prevención,
hemos buscado antecedentes en las legislaciones latinoamericanas,
muchas de ellas muy modernas y en las de Europa continental. Hemos
utilizado así, entre otras, a las leyes de Canadá,
Ecuador, El Salvador, España, Francia, Honduras, Italia,
Méjico, Nicaragua, Panamá, Perú, República
Dominicana y Venezuela.
También son de enorme importancia las recomendaciones
del Parlamento Europeo en sus Directivas del 7 de marzo de 2002
Nos. 19 (acceso a las redes de comunicaciones electrónicas
y recursos asociados, y a su interconexión); 20 (autorización
de redes y servicios de comunicaciones electrónicas); 21
(marco común regulador de las redes y los servicios de comunicaciones
electrónicas) y 22 (servicio universal y los derechos de
los usuarios en relación con las redes y los servicios de
comunicaciones electrónicas), la Directiva 2002/58/CE del
12 de julio del 2002 (tratamiento de los datos personales y a la
protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones
electrónicas) y la Decisión N° 676/2002 CE, del
7 de marzo del 2002 (marco regulador de la política del
espectro radioeléctrico en la Comunidad Europea.
Las definiciones legales. La técnica legislativa
La economía anglosajona domina al mundo y
con ella se expanden sus tradiciones culturales. Es así que
muchas legislaciones modernas dedican uno o más artículos
a definir términos, reconstruyendo así una especie
de diccionario especializado, más propio de un contrato en
inglés que de una ley en castellano.
Algunas pocas definiciones pueden ser necesarias,
pero solo cuando ciertas palabras no tienen un significado aceptable
o preciso en la rama de la actividad de que se trate o cuando simplemente
carecen de todo significado y es necesario establecerlo por ley.
En el anteproyecto las definiciones son pocas, ya
que se han eliminado la mayoría de las contenidas en las
normas actuales, por ser obviedades o por pertenecer a diversos
campos de las ciencias no jurídicas o por estar previstas
en otras normas o tratados internacionales. Sí se han consignado
algunos términos que por no coincidir con el significado
general de las palabras que los forman, necesitaban de cierta especificación
legislativa, como es el caso del área local del servicio
telefónico, o el de prestador.
En materia de clasificaciones de servicios y operadores,
por ser meramente operativas, es que hemos intentado ser muy breves
y generales, consignando sí la regla medular de que la creación
de clases, categorías o tipos no debe ser nunca un obstáculo
para el surgimiento de nuevos servicios, por la eventual incuria
del reglamentador en reconocer esos nuevos fenómenos o por
su negativa a aceptarlos.
También por razones de técnica legislativa,
hemos suprimido referencias a la sana competencia, al cumplimiento
de las reglas de lealtad, etc., que eran redundantes, ya que las
leyes deben ser cumplidas sin necesidad de que otras leyes lo ratifiquen
y ciertas definiciones o generalidades (el concepto de conductas
depredatorias, por ejemplo) pertenecen a la doctrina o a la jurisprudencia,
o eventualmente a la ley de defensa de la competencia o quizás
a la reglamentación, pero no a una ley de telecomunicaciones.
La defensa de la competencia
El art. 59 de la ley 25.156 atribuyó todas
las atribuciones en estos temas al Tribunal Nacional de Defensa
de la Competencia, objetivo plausible por el deseo de coherencia
que lo sustenta, pero de imposible realización práctica
salvo que ese tribunal aún no constituido fuese
dotado de miles de especialistas y empleados, para que pudieran
lidiar con conflictos de competencia entre empresas unipersonales,
pymes y grandes conglomerados, o sea entre kioscos, autopartistas,
telefónicas, petroleras y laboratorios, por dar solo algunos
ejemplos.
Semejante abarrotamiento de trabajo anularía
cualquier eficiencia y por ello cada ente de control debe tener
facultades exclusivas y excluyentes en este campo, lográndose
el aporte de conocimientos específicos en materia de defensa
de la competencia, a través del asesoramiento previo de ese
Tribunal en la etapa de sumario.
La potestad regulatoria
En el conflicto de poderes entre la Administración
y el Administrado rigen los principios generales del derecho administrativo.
Gracias a él, sabemos que los principios de libertad y capacidad
que amparan a las personas, no son aplicables al Estado, acotado
por los principios de especialidad e incapacidad. Es por ello que
el anteproyecto detalla las facultades del Poder Ejecutivo Nacional
y de la Autoridad de Aplicación, quedando las actividades
ajenas a ese campo, excluidas de sus facultades de acuerdo a la
ley 19.549, su reglamentación y la doctrina y jurisprudencia
administrativas.
En algunas materias que se consideran clave, como
la inclusión de metas u obligaciones especiales, facultad
debe ser exclusiva e indelegable del Poder Ejecutivo, para limitar
el riesgo de los cambios excesivos de regulación a nivel
de resolución.
En esta materia no debemos omitir que aunque mucho se ha dicho sobre
la «desregulación», elevándola a una virtual
panacea universal, la experiencia jurídica indica que los
esquemas desregulados pueden menoscabar la libertad, porque ésta
requiere de garantías legales para el débil frente
al fuerte, que solo se logran con regulaciones. Como en otros casos,
nuestro magnífico y muy liberal Código Civil es el
mejor ejemplo de cómo se necesita de normas para consagrar
el efectivo ejercicio de nuestras libertades y es por eso que desde
hace más de una década estamos proponiendo que el
concepto debe ser la re-regulación, es decir el cambio de
las regulaciones limitativas por las regulaciones permisivas y es
así que se ha concebido este Anteproyecto.
Puede llamar la atención la cantidad de artículos
del anteproyecto, si se lo compara con otras leyes, que parecen
más breves. Pero es una mera apariencia: si se compara no
la cantidad de artículos sino la cantidad de palabras, podrá
verse que este trabajo tiene muchas menos que las leyes de Francia,
España o Venezuela. Además, cada país tiene
estrategias regulatorias diferentes y es así que existen
muchos casos en los que las normas de telecomunicaciones no están
contenidas sólo en la ley de ese nombre sino en otras, que
en general no son computadas para determinar la real cantidad de
artículos y palabras. Y por último, la brevedad o
parquedad de una ley no es necesariamente un mérito, ya que
los campos indefinidos serán llenados por la reglamentación
o la jurisprudencia, con el riesgo que ello supone.
Las facultades tributarias. Otros temas de interés
Este ríspido aspecto está regido por
el principio de que las cargas fiscales deben ser federales, prudentes
y previsibles, y es así que se han mantenido los compromisos
asumidos por el Estado Argentino con las adjudicatarias del concurso
regulado en el Decreto 62/90, extendiéndolos a todos los
prestadores, ya que no tendría sentido amparar sólo
a esas dos grandes licenciatarias.[5]
También se ha mantenido la exención
de pago de derechos de uso de espacios públicos, porque la
voracidad fiscal que ha sido siempre detenida por la Corte Suprema
de Justicia desde el siglo XIX, debe seguir siendo limitada por
la ley: no hacerlo fomentaría la tendencia comprobada a
sufragar gastos que con seguridad implican condenar a los usuarios
y clientes de los servicios de telecomunicaciones a pagar más
por la traslación de esos costos a los precios y tarifas,
impidiendo a muchos incluso a acceder al servicio.
Se han mantenido las normas actuales en materia
de jurisdicción, precios y tarifas, interconexión,
redes, espectro, homologaciones, régimen sancionatorio y
normas internacionales, desglosando las propias de una ley, de aquellas
de detalle que deben ser contenidas por la reglamentación.
Los cambios han sido pocos, pudiendo mencionarse
la posibilidad de modificar convenios de interconexión aprobados
cuando exista conflicto de partes, porque en rigor de verdad, el
componente convencional de estos «contratos» es mínimo
y la importancia de los intereses en juego, entre los que priman
los de la clientela y los usuarios, justifican agotar los medios
para reducir la conflictividad a su mínima expresión.
No se ha incluido en el anteproyecto referencia
alguna a tal o cual sistema de costos, porque son mutables y además
una ley no debe referirse a herramientas teóricas. También
se ha evitado la tentación de reglamentar en exceso la actividad
de los prestadores, ya que nada justifica que se someta a este sector
a normas que no se aplican a otras actividades tan o más
trascendentales para el país y sus habitantes.
En materia de sanciones se ha mantenido a grandes
rasgos el sistema actual, especificándose los casos de infracciones
graves y muy graves. Un cambio mencionable es que se ha modificado
el texto vigente, para permitir el cobro de las multas antes de
que quede firme, proceso que al estar sometido a las vías
recursivas de rigor, puede tardar años y diluye el efecto
persuasivo de la pena. ©
[1] Cabe acotar
que al presente, demasiadas disposiciones reglamentarias repiten
derechos que por surgir del principio de libertad de nuestra Constitución,
es redundante mencionar. Vale como ejemplo el que tienen los prestadores
de servicios de radiodifusión a solicitar licencias para
la prestación de servicios de telecomunicaciones, que no
debe ser declarado, porque deriva de su libertad de ejercer industria
lícita y no habiendo una exclusión en otra norma,
esa declaración deviene sobreabundante.
[2] La conservación
de la empresa se justifica no por la calificación de servicio
público sino por la conveniencia de tutelar a los clientes
y usuarios; por ello además de suprimirse el caso de la presentación
en concurso como causal de revocación de la licencia, se
ha restablecido el sistema del Anexo I del Decreto 62/90, modificado,
para permitir que el Estado pueda hacerse cargo de una empresa en
quiebra para licitarla a la mayor brevedad, si ello hace al interés
colectivo de mantener servicios en plena prestación.
[3] Como decía
Carlos Cossio, el derecho sólo regula conductas en interferencia
intersubjetiva.
[4] Convencidos de
que no es ético impedir la experiencia y el conocimiento
y también de que la capacidad e idoneidad es un requisito
para acceder a cargos públicos que viene de la Constitución
misma, es que creemos que la incompatibilidad entre el ejercicio
de cargos públicos y la actividad previa y posterior es una
y no la única interpretación posible de la Ley de
Ética Pública. En esta materia y en toda otra que
requiera conocimientos especializados, vedar el acceso a los cargos
públicos a quienes deben trabajar en lo que saben hasta el
día anterior a su designación es cuando menos, aristocrático,
ya que restringiría ese acceso a los rentistas, o poco práctico,
ya que eliminaría a los expertos. Y prohibir el trabajo en
el sector luego de dejado el cargo es también elitista porque
supone que con los sueldos -en general magros- de la función
pública, se puede ahorrar para un año sabático,
lo cual es a todas luces absurdo. Estas normas de intención
de pureza y ética solo impiden designar a quienes realmente
conocen su materia, sea porque sí tuvieron actividad anterior
al nombramiento, sea porque no pueden permitirse el lujo de ese
sabático anual posterior. De alguna forma es violar la manda
constitucional de la idoneidad, contenida en su art. 16. Para decirlo
con un ejemplo, con la actual ley de ética pública
no se podría designar a un Favaloro como Ministro de Salud
o a un Fangio como Secretario de Deportes. Y por eso proponemos
que se la derogue al menos para la CNC.
[5] En estos meses
se ha levantado un viento que cuestiona las privatizaciones en general,
con ciertas tácitas críticas a lo actuado respecto
de Entel y de los servicios de telecomunicaciones. Pero en las telecomunicaciones,
el cambio de 1990 a 2003 ha sido tan positivo desde el punto de
vista de los clientes y usuarios que exime de mayores comentarios
y de hecho, no es este el lugar para ese debate. Pero sí
debemos señalar que el anteproyecto respeta todos los derechos
adquiridos por quienes los han adquirido, porque es lo único
que puede hacerse en un país que debe volver a ser serio
con absoluta urgencia. Esa seriedad hacia el pasado es lo que hará
creíble la seriedad hacia el futuro y llamará a inversiones
que implicarán industrias, trabajo y bienestar. O sea, orden
y progreso, como reza la bandera del Brasil.
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