Discurso pronunciado por el Dr. Roque Caivano

Acto de colación de grado del día 21 de junio de 2019

Roque Caivano

Roque Caivano

Señor Vicedecano; señora Secretaria Académica; señores profesores; autoridades; graduados; familias:

Agradezco el honor que me han hecho las autoridades de la Facultad de Derecho al permitirme dirigir unas breves palabras en esta emotiva ceremonia de graduación.

Aunque han pasado ya más de 40 años, todavía recuerdo la turbación y la emoción que sentí aquel tórrido día del verano de 1978, cuando entré por primera vez a este edificio para asistir a los cursos de ingreso a la carrera de abogacía. Proviniendo de una pequeña ciudad del interior de la provincia de Buenos Aires, las interminables escalinatas, las enormes columnas del frente y la imponencia del Salón de los Pasos Perdidos me causaron una sensación de pequeñez difícil de describir con palabras. Sin conocer demasiado lo que significaba convertirse en abogado, y abrumado por tanta magnificencia, tenía sin embargo enormes expectativas de lo que aprendería durante la carrera. Y la Facultad, esta querida Facultad de Derecho, no las defraudó. Los muchos profesores que tuve a lo largo de la carrera me formaron como abogado, pero también como una persona de bien. Me transmitieron conocimientos jurídicos, pero también valores. Conocimientos y valores que, en retribución, procuro transmitir a mis alumnos, algunos de los cuales seguramente están hoy presentes en este acto esperando recibir su diploma.

No creo ni pretendo ser demasiado original al decirles que hoy culmina en sus vidas una etapa, pero comienza otra. Con mayores desafíos y responsabilidades.

Ya no son estudiantes. Son abogados y, quizá algunos también son o serán profesores. Cualquiera sea el ámbito profesional en el que vayan a desempeñar su profesión, como asesores jurídicos, abogados litigantes, integrantes del Poder Judicial o de alguno de los otros poderes del Estado, les esperan nuevos retos.

La Facultad los ha preparado para enfrentarlos. Y sus puertas están abiertas para seguir apoyándolos en su formación a través de los variados programas de posgrado que ofrece. Pero cada uno de ustedes será el artífice de su propio destino y de las elecciones que tendrán que hacer diariamente en el camino que emprenden a partir de hoy.

Mi consejo, si me permiten darle alguno, es que lo afronten con seriedad y responsabilidad, alejándose de la mediocridad, de la mezquindad y de la desidia.

Que no pierdan el espíritu y los ideales que los impulsaron a abrazar esta entrañable profesión. Que no dejen de pensar en lo mucho que la sociedad espera de los profesionales del derecho. Y que procuren no defraudar esa confianza. Tengan en cuenta que el conocimiento jurídico y las destrezas que han adquirido no constituyen solamente un saber “por el saber mismo”, como propiciaba Cicerón. La enseñanza del derecho no tiene un sentido puramente teórico, sino eminentemente práctico. Lo que supone que esos conocimientos deben ser puestos al servicio de los demás, contribuyendo a construir una sociedad más justa, más pacífica, más democrática, más tolerante y con menos tensiones.

Quienes han sido mis alumnos quizás recuerden mi prédica en favor de una concepción más amplia del papel de los abogados: no limitándose al patrocinio o la representación de los clientes en un proceso judicial, sino añadiendo otras capacidades, como negociadores o asesores en la prevención y solución de controversias por otros medios, tan o más eficaces que aquel. No pretendo replicar aquí esa prédica. Pero sí ponerles de manifiesto la conveniencia de que se comprometan con la necesidad de proveer soluciones creativas a los conflictos, formando parte de quienes trabajan por la auténtica paz social.

No descubriré ningún secreto si les digo que los abogados tenemos, en algunos sectores de la población, una imagen de creadores del caos, de instigadores de los pleitos. Aunque esa percepción pública pueda deberse a algunos malos abogados, siempre creí que la mala fama también encuentra sustento en la intencionada idea de que, sin abogados, la impunidad y la injusticia que puede beneficiar a algunos sería más fácil. De hecho, la idea de “matar a los abogados”, que Shakespeare le hace proponer a un oscuro personaje de su obra Enrique VI, es el mejor ejemplo: lo que buscaba ese personaje era garantizar el éxito de su conspiración para derrocar al gobierno y sustituirlo por otro totalitario. Sin abogados, no habría quién pudiera defender exitosamente la supremacía del estado constitucional y garantizar los derechos y libertades públicas.

Creo que la mayoría de nuestros colegas trabajan todos los días de su vida profesional a favor de la convivencia pacífica. Que cumplen a cabalidad el rol que les señalaba el Código de Justiniano, cuando refería que los abogados, que aclaran los hechos ambiguos y que en la defensa de asuntos públicos y privados levantan las causas caídas, son provechosos al género humano, porque con la fuerza de su palabra defienden la esperanza, la vida y el honor de los que sufren, como quien recoge y cura a los heridos en una batalla. Pero es preciso que lo demostremos en cada uno de nuestros actos. Que seamos, cada uno de nosotros, la mejor demostración de que una sociedad sin abogados sería aún más conflictiva.

La Facultad de Derecho, de la que ustedes han formado parte hasta hoy, y de la que esperamos sigan formando parte, es un ejemplo de convivencia. Por sus aulas han pasado y pasan cotidianamente estudiantes y profesores de diversas clases sociales y culturales, géneros, edades, razas, religiones, ideas políticas y hasta de nacionalidades. Es una universidad realmente abierta y plural, donde cada uno tiene la absoluta libertad de expresarse. Que sólo exige a docentes y alumnos compromiso académico y rigor científico. La aspiración de quienes formamos parte del cuerpo docente de esta Facultad es que esos valores, de tolerancia y respeto a los demás, se incorporen a su práctica profesional. Que hagan honor a una de las profesiones más nobles, cumpliendo y haciendo cumplir la ley y las reglas éticas sobre las cuales se construye una sociedad verdaderamente civilizada. Que sea, cada uno de ustedes, el mejor defensor dela dignidad y la consideración pública de la abogacía. Porque de ello depende no sólo su propio futuro profesional sino el de las generaciones venideras. Comparto con todos ustedes el legítimo orgullo que imagino sienten en este momento. Disfrútenlo con sus seres queridos, porque ustedes y ellos se lo han ganado legítimamente. Hoy es un día de celebración. Y agradezco el honor de haberme permitido compartirlo. Sólo recuerden que a partir de ahora se abre para ustedes un mundo fascinante, que es poder poner su ciencia al servicio de la sociedad. No olviden que esa misma sociedad es la que ha contribuido con sus impuestos a solventar su formación. Procuren, desde el lugar que les toque, sumar su aporte al objetivo común de construir una sociedad donde la ley y la justicia reinen por encima de las arbitrariedades y abusos, y donde puedan erigirse en un modelo de comportamiento social ejemplar. Ustedes son el futuro de esta Nación. De ustedes depende que nuestros hijos y nietos puedan vivir en un país mejor.

Tomando las palabras que en este mismo estrado pronunció hace unos años el profesor Favier Dubois, los invito a formular el valiente compromiso personal de ser esclavos de la ley, de repudiar la corrupción como un imperativo, de no esperar que los demás tengan comportamientos de los que no seamos capaces nosotros mismos, de ser guardianes de la legalidad y de la tolerancia y, sobre todo, de tener fe en que el cambio es posible si nos lo proponemos.

Les dejo, ya para terminar, mis felicitaciones a los graduados y a sus familias. Y mis votos por un futuro profesional exitoso y una vida venturosa para cada uno de ustedes.

Muchas gracias.