Discurso pronunciado por el Dr. Edmundo Samuel Hendler
Acto de colación de grado del día 23 de octubre de 2015
Señor Vicedecano, Doctor Alberto Bueres; señora Secretaria Académica, Doctora Silvia Nonna; señores profesores; colegas; señoras; señores y especialmente, señores graduados, en particular quizá los de la carrera de abogacía que seguramente son los más numerosos.
Me corresponde en primer lugar poner de manifiesto de que me siento particularmente honorado de poder dirigirme a ustedes en una ocasión tan trascendente, tan significativa en la vida personal de cada uno como lo es la recepción del diploma que da testimonio de la capacitación lograda y habilita para el desempeño de la profesión elegida.
Comienzo, entonces, por expresarles mi felicitación. Los felicito, en primer lugar, por haber coronado el esfuerzo de los años de estudio con este logro y los felicito, también, por otro motivo. Los felicito por haber elegido esta carrera y esta Universidad. Me toca, por eso, transmitirles lo que es mi experiencia. Yo también transité por estas aulas como estudiante; yo también recibí mi diploma en estos salones, hace bastantes años claro está; y yo tuve la oportunidad en todos los años transcurridos desde entonces de ejercer esa profesión que ustedes eligieron. Pude hacerlo con todos los aspectos que la abogacía comprende, como litigante, como asesor, como juez y como docente. Todas esas son facetas propias de la profesión: abogar, asistir con el consejo, juzgar y enseñar. Y el resultado de esa larga y variada experiencia, puedo darles testimonio, no podría ser más satisfactorio, por eso mi reitera felicitación.
No puedo ocultarles que también existen aspectos negativos en el desempeño de la profesión. Es bien conocido que el abogado ha sido y es muchas veces denigrado, vilipendiado y hasta burlado. Son contratiempos y sinsabores inevitables. Casi les diría, imitando una modalidad coloquial frecuente, esa es la mala noticia. La buena noticia es que todos esos inconvenientes se encuentran largamente compensados con las satisfacciones que se obtienen ejerciendo con altura y vocación la tarea del abogado. Esa es, repito, la experiencia que me cabe transmitirles.
Pero también quiero comunicarles algunas de mis reflexiones acerca de esas alternativas, la prueba más ardua que toca enfrentar al abogado es aquella que le comete cuando tiene que defender una causa impopular, es la que siempre se presta a la denigración, al repudio de los convecinos. Es una tarea solitaria y requiere coraje, pero es también aquella que lo lleva a la más elevada función que le incumbe. Es casi un apostolado, un apostolado laico. Es que ser abogado, según lo indica la sinonimia, es ser letrado y eso equivale a ser ilustrado, a ser intelectual.
Uno de los pensadores más insignes que han escrito en nuestro idioma y al que yo suelo acudir con frecuencia, José Ortega y Gassete, explicaba que el destino de los intelectuales en la sociedad es muchas veces ese, ser impopular. Ortega equiparaba también a intelectuales y profetas, y enmendaba la traducción errónea que solía hacerse del texto bíblico recordando la exhortación de Jehová a sus profetas: “Ve y profetiza contra mi pueblo”, es decir, a diferencia de lo que otros entendieron del lenguaje de la Biblia, la indicación era contradecir, no confortar al pueblo.
El rol de contradictor que el abogado, como el intelectual en la sociedad desempeñan, es el más característico, también el más noble y el más encumbrado que puede caberle. El espíritu crítico, por ende, constituye una de las principales virtudes que requiere el ejercicio de la abogacía, eso supone alzarse contra los dogmas, contra las verdades absolutas, y es por eso proverbial que los gobernantes autoritarios, los tiranos, los déspotas siempre deploran e impiden la actuación de los abogados. Durante siglos en que se aplicaron prácticas inquisitoriales en el procedimiento penal, estuvo prohibida la intervención de abogados en el juzgamiento de ciertos delitos, la veda desapareció con la implantación de la democracia en tiempos modernos.
Quede en claro entonces que la abogacía es propia de sociedades abiertas y que quienes la ejercen deben poder despeñarse sin sujeción a ninguna autoridad ni a ningún dogma absoluto, libre de imposiciones y con total desentendimiento de aspiraciones de popularidad. La virtuosidad de ese desempeño, es el arte de la retórica, que fue durante siglos apreciado como fundamental logro de una educación superior y desde tiempos de Platón se lo relacionó con la democracia. Era una de las así, llamadas artes liberales, ejercitadas por hombres libres con empleo de la razón. La retórica sufrió también durante siglos, una campaña de desprestigio. Se la hizo sinónimo de técnica engañosa, de argumentación banal, de habilidad artificiosa. De algún modo, los fundamentalismos, especialmente religiosos, eran incompatibles con las artes liberales. Hoy en día afortunadamente la retórica está recuperando su antiguo prestigio y es esa una razón más para celebrar la graduación de nuevos profesionales, que habrán de ejercitarse en esa especie de artes liberales.
Finalmente, entonces, el consejo que quiero brindarles. No se alejen nunca de la Facultad de Derecho donde se formaron. El abogado, dice Ossorio y Gallardo, en su obra muy conocida El alma de la toga, no debe nunca abandonar el estudio. Me permito por eso como profesor de esta casa y asumiéndome en lo que sé que es criterio de sus autoridades invitarlos a que sigan vinculados siempre a ella, en los cursos de posgrados, en los doctorados, en la enseñanza habrá siempre cabida para quienes como ustedes supieron ganarse el diploma que hoy les entregaran.
Muchas gracias.