Discurso pronunciado por el Dr. Abelardo Levaggi
Acto de colación de grado del día 13 de abril de 2012
Señor Vicedecano, autoridades, colegas, egresados, señoras y señores.
Mis palabras irán dirigidas sobre todo a los nuevos abogados. El título de abogado obtenido por el egresado de la Facultad puede comparase con una planta joven, que como ésta, necesita de ser cultivada porque de lo contrario se irá marchitando hasta morir, es decir hasta quedar reducido a una fórmula vacía de contenido. Y el cultivo al que debe abocarse el egresado será doble: intelectual y ético. No sólo intelectual ni sólo ético, sino ambos requisitos por igual.
Lejos de significar la recepción del diploma, haber alcanzado un conocimiento pleno del Derecho, tampoco de las leyes, ni siquiera podría afirmarse que garantizase la posesión de saberes suficientes por sí solos para un ejercicio plausible de la abogacía. Siempre fue así con el egresado universitario, pero es probable que cada vez sea más cierto. Que el momento de la graduación, este momento, no constituya de ningún modo el término del aprendizaje sino un nuevo punto de partida, el comienzo de una nueva etapa, en la que el ya abogado, libre de las obligaciones y de los apremios que suelen afligir al estudiante y que muchas veces le impiden disfrutar de la ciencia, a la cual se presume, se siente inclinado, libre digo de esas preocupaciones, está en situación, no sólo de ampliar sus conocimientos con la lectura y el estudio, inclusive, desinteresados, sin más todavía aspirar a niveles superiores del intelecto mediante el seguimiento de las especializaciones, de las maestrías y el doctorado, y el aprovechamiento de otras posibilidades que les ofrece la Universidad y otras instituciones académicas y profesionales y sobre todo, a través de la investigación, profundizar el conocimiento de la ciencia jurídica, ser capaces de impulsar el perfeccionamiento del sistema jurídico, convertirse en auténticos juristas.
Desiderátum de todo egresado debería de ser ascender a la categoría de juristas y no conformarse o resignarse a ser meros pleitistas, y mucho menos incurrir en la nota despectiva de picapleitos o leguleyos. Es y será con el abordaje de la abogacía como una profesión de base científica, necesitada del estudio permanente, incompatible con toda forma de pereza mental, como no se extinguirá lo que legítimamente cabe esperar de la obtención del título respectivo.
Cumpliendo con esta condición, la abogacía dejará de ser la cenicienta de las profesiones universitarias tradicionales, un juicio fundado en la aparente facilidad de su acceso y ejercicio para convertirse en una actividad intelectual de primer orden, sin motivos que la disminuyan frente a sus congéneres, representantes de las así llamadas ciencias duras. Pero con ser el cultivo de la inteligencia de primera importancia para la confirmación de egresado ideal, no es condición suficiente por sí solo para el logro de ese fin si no va acompañado de una conducta estrictamente respetuosa de la ética. Decían los antiguos romanos que los preceptos del Derecho Romano son tres: vivir honestamente; no dañar a otro; dar a cada uno lo suyo.
No debe olvidarse nunca que el objeto de la abogacía no son entes abstractos ni cosas. Aun cuando las cuestiones que aborde sean de índole patrimonial, siempre el titular del interés que está en juego es un ser humano. Y si de verdad profesamos la creencia en la dignidad del ser humano, de todos los seres humanos sin excepción alguna, esa creencia tendrá que manifestarse en la conducta del abogado para con sus semejantes, sean estos jueces, colegas, clientes, o subordinados. La persona de bien, el que dice practicar la justicia, o lo hace con todos o no es lo que pregona.
Aquí, en esta última parte cedo la palabra a un gran jurista español del siglo XX, ferviente republicano, exiliado de España en tiempos de la dictadura y que se estableció entre nosotros en la Argentina; me refiero a Ángel Osorio y Gallardo. Sostiene Gallardo en su precioso libro “El alma de la toga” que en el abogado la rectitud de la conciencia es mil veces más importante que el tesoro de los conocimientos. Primero, es ser bueno, luego, ser firme; después, ser prudente; la ilustración viene en cuarto lugar; la pericia en el último. La abogacía no se cimenta en la lucidez del ingenio sino en la rectitud de la conciencia, ésa es la piedra angular. Y Ángel Osorio nos propone el siguiente decálogo del abogado: “No pases por encima de tu conciencia. No aparentes tener una convicción que no tengas. No te rindas ante la popularidad ni adules a la tiranía. Piensa siempre que tú eres para tu cliente y no el cliente para ti. En los Tribunales no procures nunca ser más que los Magistrados, pero no consientas ser menos. Ten fe en la razón. Pon la moral por encima de las leyes. Aprecia el sentido común como el mejor de los textos. Procura la paz como el mayor de los triunfos. Busca siempre la justicia por el camino de la sinceridad y sin otras armas que las de tu saber”.
Que así sea para bien de la abogacía y del Derecho.