Discurso pronunciado por el Dr. Renato Rabbi-Baldi Cabanillas
Acto de colación de grado del día 25 de abril de 2008
Señor Decano de la Facultad de Derecho, señor Vicedecano, señores profesores, estimados estudiantes que hoy se gradúan:
Estudiantes, hoy se encuentran ante un día añorado. Un ciclo, largo para algunos; breve para otros, se cierra. Acaso se trate -con la perspectiva de los años podrán calibrar mejor esta afirmación- del mejor tiempo de sus vidas. Porque, en verdad, la vida universitaria tiene un “no se qué” -para ponerlo en lenguaje de tango, de todos conocido-, que con los años se extraña por su embrujo; por su espontaneidad y por su profundidad.
Profundidad porque como escribió Aristóteles al principio de su Metafísica, “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber” ya que, como antes también había señalado, el “filosofar” (que aquí podemos traducir, sin traicionar su espíritu, como el cultivo de las ciencias) se suscita ante el “asombro”. Ustedes, en efecto, vinieron a esta casa cautivados por el deseo de saber; el que se fue desarrollando ante el asombro que proporcionan las materias con su múltiple variedad de temas y problemas. He aquí, pues, la profundidad a la que se enfrentaron de la mano de profesores esforzados y de compañeros, sedientos como ustedes, por saber y por saber cada día más.
Ese espíritu de aprendizaje se avivó, ¡cómo no reconocerlo!, en la espontaneidad de las relaciones intersubjetivas: las amistades que se gestaron; los amores que se tejieron; quizá el gran amor. Todo ello invitó e invita a la madurez. Es posible que todavía hoy no lo perciban y hasta es explicable que así lo sea. Con los años (tampoco muchos, bien es verdad) advertirán que esas relaciones nacidas en los claustros son inestimables y que aquellos esfuerzos en el estudio forjaron el camino -difícil, como siempre, pero único, como las pocas cosas que provocan certeza en este mundo-, de una vida decente y docente.
Y desde esta perspectiva surge el embrujo por esta casa y este momento. En definitiva, estudiaron en la segunda universidad más antigua de nuestro país. Nacida en la segunda década del siglo XIX por inspiración de Don Bernardino Rivadavia, dio a nuestra República sus cinco premios Nobel, además de miles de investigadores, profesores y profesionales que forjaron la Nación que los cobija.
Si se miran las cosas desde esta perspectiva -y parece prudente considerarlas así- es grande la responsabilidad que les aguarda al traspasar, ya como abogados, las puertas de esta señorial Aula Magna. Deben ustedes ser ejemplo de virtud profesional en cualquiera de los lugares que el destino les depare. La abogacía tiene un lugar demasiado importante en la vida del país como para pasar desapercibida: uno de los tres poderes de Estado está íntegramente ocupado por abogados y los restantes lo han estado y están en proporciones elocuentes. Pero en lo cotidiano, el Derecho insufla los intersticios de la vida de manera difícilmente evitable.
Sean, pues, profesionales ejemplares y no olviden que para ello, más allá de sus credos particulares, obran dos premisas insustituibles: el aristotélico connatural deseo de saber, ya referido, esto es, el capacitarse diariamente (para lo cual esta Facultad siempre tendrá sus puertas abiertas), y el ideario que esos valientes argentinos escribieron entre 1853 y 1860: nuestra página mayor, la Constitución Nacional.
Felicitaciones.