Discurso pronunciado por el Dr. Alberto Dalla Vía
Acto de colación de grado del día 23 de febrero de 2007
Señor Decano, Autoridades presentes, Señoras y Señores, flamantes egresados:
Desde que apareció la primera Escuela de Derecho, allá en Bologna en el siglo IX, el momento del egreso representó la celebración cumbre: la culminación de los esfuerzos, la satisfacción por la meta alcanzada, concretando ese tiempo mágico en que se pasaba de la oscuridad del claustro a la luz de la vida jurídica, política e intelectual.
Para glorificarlo, vuestros colegas antecesores, los estudiantes medievales, cantaban en latín el “Gaudiamus Igitur”, elevándolo a himno de las universidades. En Salamanca, aún pueden observarse las paredes con las pinturas color rojo-sangre, con que se celebraban las graduaciones.
En unos instantes más, ustedes atravesarán las columnas dóricas de la Facultad y descenderán la escalinata principal. Saldrán por la puerta grande hacia una sociedad que siempre sabrá recibir a los abogados y a las abogadas que vengan a remediar injusticias.
Antes de eso, en la sala de los pasos perdidos, compartirán con familiares y amigos la alegría por el diploma recibido y, en muchos casos, habrá también tristeza por alguna ausencia que, desde algún lugar, estará compartiendo el logro obtenido.
En ese momento, no dejen de observar las dos grandes estatuas ubicadas en los extremos de ese hall que representan al pretor, o juez de los romanos, y a quien aboga por su causa, verán allí reflejado el eterno drama de la abogacía, el juzgamiento de los hombres y el conocimiento de los insondables misterios del alma humana.
Muchos ya les habrán advertido que los tiempos son difíciles y que abrirse camino acarrea un duro aprendizaje. No se amedrenten por ello, así ha sido siempre, como lo relatan en sus memorias nuestros más grandes juristas: Juan Bautista Alberdi y Dalmacio Vélez Sarsfield.
Busquen el equilibrio que aparece simbolizado en la balanza de la justicia evitando las posiciones extremas que van desde el “ser” al “deber ser” y que, con excesiva frecuencia dan lugar a interpretaciones extremas, como si el Derecho, como ordenamiento del orden social pudiera volcarse hacia un platillo desatendiendo al otro: el resultado no puede ser sino un gran desequilibrio que ponga la paz social en peligro.
En la “Ciudad Indiana”, escrita para el primer centenario de la Revolución de Mayo, Juan Agustín García mencionaba “el desprecio a la ley y el culto al coraje” como precedentes de lo que después se llamaría la “viveza criolla” y también José Hernández en el “Martín Fierro” dirá que la Ley no puede ser pareja y que es mejor hacerse amigo del juez.
Las situaciones de “anomia” y de incumplimiento a las reglas de convivencia, no han favorecido a nuestra nación como proyecto sugestivo de vida en común. Y ya sabemos muy bien que la libertad, la igualdad y la fraternidad no vienen dados, sino que hay luchar por ellos, de ahí también que la vocación con que abracen la profesión será directamente proporcional a los resultados que obtengan.
Luchen por el Derecho como invita Von Ihering, pero si tienen que elegir entre el Derecho y la Justicia, elijan siempre a esta última, recuerden que la injusticia extrema nunca es derecho.
No olviden que esta Facultad, siempre será su “alma mater”. Dejan el claustro estudiantil, pero podrán seguir perteneciendo, ya sea al claustro de graduados o al de profesores.
En su discurso sobre la “Misión de la Universidad”, nos dice Ortega y Gasset “...Para andar con acierto en la selva de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas o “métodos”; es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual. Ahora bien; esa cultura o se recibe o se inventa. El que tenga arrestos para comprometerse a inventarla él sólo, a hacer por si lo que han hecho treinta siglos de humanidad, es el único que tendría derecho a negar la necesidad de que la universidad se encargue ante todo de enseñar la cultura. Por desgracia, ese único ser que podría con fundamento oponerse a mi tesis sería...un demente”.
Las Universidades de Salamanca, de Charcas y después la Universidad de Córdoba fundada por los jesuitas cumplirían esa función hasta que Martín Rodríguez y Rivadavia fundaran la Universidad de Buenos Aires durante la segunda década del siglo XIX, fundación que expresa el magnífico mural que preside esta ceremonia.
Casi un siglo más tarde, el 21 de junio de 1918, Deodoro Roca redactaba el manifiesto liminar de la Federación Universitaria de Córdoba, dando lugar a los postulados de la reforma y la autonomía universitaria. Allí se decía “...Toda educación es una larga obra de amor a los que aprenden...”.
Así lo sentimos quienes hemos sido vuestros profesores. Esperamos haber sembrado las semillas en suelo fecundo y recibir la mejor de todas las recompensas: que los discípulos superen a los maestros, porque así también siempre será mejor el futuro.
Un solo consejo más antes de despedirlos: recuerden los años de estudiante y preserven su espíritu, como el Conde-Duque de Olivares, quien tuvo una prolongada existencia y alcanzó los más altos honores, incluyendo la regencia del reino ¡De imponente imagen ecuestre lo retrató Velásquez! Momentos antes de morir, cuando desfilaban ante sus ojos los innumerables recuerdos de su vida, no dudó en elegir los días de la universidad.
Les deseo a todos una larga vida y una brillante carrera. Nuestro pueblo anhela una sociedad más justa.
Nada más.