Discurso pronunciado por el Dr. Marcelo A. Sancinetti
Acto de colación de grado del día 7 de diciembre de 2005
Con la venia del señor Decano, autoridades presentes, colegas de magisterio, estimados colegas que hoy egresan, damas y caballeros:
I. El señor Decano me ha honrado con la consigna de dar un discurso de despedida por esta colación.
Vuestra respetabilidad, señalo, me ha tomado por sorpresa. Me recordó un episodio habido entre dos filósofos argentinos, ya idos de nosotros: GENARO CARRIÓ y CARLOS NINO. Cuando CARLOS NINO era muy joven, escribió un breve ensayo sobre El concurso [de delitos] en el Derecho Penal y le pidió a GENARO CARRIÓ si podía escribir un prólogo. CARRIÓ accedió, pero presentó la obra, por decir poco, tomando distancia, casi de modo crítico, si no cáustico. Entonces Nino se vio obligado a agregar un epílogo en réplica —yo creo que esto no hará falta hoy, señor Decano, pero desde luego tiene el derecho a la última palabra—, una réplica, decía, que terminaba diciendo, cito lo que recuerda mi memoria, aproximadamente lo siguiente: “Cuando le pedí a GENARO CARRIÓ que prologara este libro, debí saber a lo que me exponía” .
Quiero decir con esto, estimados abogados, que el señor Decano escogió para hoy a un profesor más joven, de quien él fue maestro, hace como 32 años, y, por cierto, en un curso que por su carácter multitudinario —eran los tiempos de Kestelboin— se daba en este mismo recinto, con el magisterio dominante del maestro LLAMBÍAS, cuya figura esbelta y elegante impresionaba por su sola presencia, sabiendo —vuelvo ahora al Decano—, que le encomendaba esta misión a un discípulo, si es que se me permite esta expresión, que si no es sospechado de herejía, al menos está muy cerca. Valgo, por cierto, como un profesor disidente. Disidente de las autoridades, disidente de mis colegas del Departamento de Derecho Penal especialmente, y aún más disidente si mido la empatía que puedo tener con la vida institucional de mi país, en sus diferentes épocas. Mis palabras, por ello, no pueden ser atribuidas a las autoridades de la casa. Son las de un profesor que tuvo a su cargo algunas de las clases universitarias de quienes hoy egresan con el esplendor de la juventud, y que siempre gozó —debo reconocerlo— de libertad académica.
Pertenezco a una generación intermedia entre la que egresa y la del Decano. Y siempre me he sentido básicamente estudiante, que lo fui durante mucho más tiempo que ustedes, seguramente (como catorce años). Comencé mis estudios durante la dictadura vigente aún en el ’69 y seguía estudiando Derecho todavía durante la última dictadura militar, hasta poco después de la guerra de las Malvinas. Con frecuencia me asalta la impresión de que hubiera estudiado Derecho siempre y que aún no me hubiese recibido.
Pero se trata de ver qué mensaje puede dejar un profesor de derecho a flamantes graduados. En muchos aspectos ustedes tendrán conocimientos mucho más frescos y completos que los nuestros, incluso que los del Decano.
En todas las generaciones se trata siempre de la misma cuestión. En qué medida debemos tener fe en el Derecho y en qué medida podemos tenerla. En los discursos de colación de grados registrados en los anales de esta Facultad aparece este lema una y otra vez, así como también sirvió de título a una recordada obra de SEBASTIÁN SOLER: Fe en el Derecho y otros ensayos .
Todo el que ha estudiado Derecho ha tenido fe en el Derecho, al menos alguna vez. Sería una enorme frustración que egresaran de esta casa, habiéndola perdido prematuramente. El interrogante de si podemos conservar esta fe, en su caso, durante cuánto tiempo, y, eventualmente, incrementarla, no es tan fácil de contestar. Aquí debo presentarme como disidente, porque presumo que vuestra respetabilidad —tal es el trato que dan los colegas alemanes al Decano— no se expresaría como yo, si tomara la palabra.
Todos los egresados y familiares de egresados, como los cientos que hoy hay aquí, se preguntarán qué será de sus vidas, después de esta etapa, que han concluido, cada uno con méritos dispares, pero todos con enorme esfuerzo. Y ¿qué será de la fe en el Derecho que hubieran sabido incubar en sus estudios universitarios?
No soy el mejor exponente para hablar de esto. ¡Pero vaya si teníamos fe en el Derecho, cuando egresamos!
II. Yo creía que al final de la dictadura militar vendría un futuro venturoso, maravilloso, e imputaba todas nuestras desgracias institucionales, la arbitrariedad del Estado, las escasas garantías del individuo, al hecho de que no hubiera democracia. Venía impregnado de la lectura del libro de VON JHERING. JHERING es un autor muy caro a los civilistas, especialmente por su polémica con otro jurista alemán, VON SAVIGNY, sobre la posesión (los alemanes pronuncian SÁVIGNY, pero debe preferirse la pronunciación francesa, porque él era de una familia proveniente del Loire). De todos modos, antes que las discusiones sobre el concepto de “posesión”, a mí me había encandilado más la proclama de JHERING de su libro La lucha por el Derecho, que leí de estudiante: “Resistir a la injusticia —decía JHERING, cito textualmente— es un deber del individuo para consigo mismo, porque es un precepto de la existencia moral; es un deber para con la sociedad, porque esta resistencia no puede ser coronada con el triunfo, más que cuando es general” . Y sentenciaba: “El Derecho es el trabajo sin descanso, y no solamente el trabajo de los poderes públicos, sino también el de todo el pueblo. […]. Todo hombre que lleva en sí la obligación de mantener su derecho, toma parte en este trabajo nacional, y contribuye en lo que puede a la realización del derecho sobre la tierra. Este deber —concluía JHERING— no se impone sin duda a todos en las mismas proporciones” . ¡Claro que no!, agrego yo: ante todo ese deber pesa sobre el hombre de derecho. Esta es la carga ciudadana que llevarán ustedes consigo, incrementada para siempre.
Egresamos de aquí con el portafolios cargado de ilusiones, hasta con ínfulas, diría. A mi generación le correspondió, sin embargo, ser testigo de una cadena bien larga de eslabones frustratorios.
Cuando llegó la democracia, presenciamos que los escogidos para tallar el cáliz democrático eran todos, o predominantemente, funcionarios que lo habían sido de la dictadura. Aquellos que habían jurado por los estatutos del gobierno militar eran encargados de levantar las banderas de la libertad, de los derechos fundamentales. Bien pronto pasó, igualmente, la primavera libertaria, y esos mismos que muy poco antes habían dicho que los delitos cometidos durante la dictadura, ya por su propio contenido, eran inamnistiables, convalidaron luego, cuando el poder requirió lo contrario, las llamadas leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Los hombres de Derecho no reaccionaron casi en absoluto; yo solicité entre los profesores de Derecho Penal que hiciéramos una declaración, pero no tuve éxito. Era el año ’87. Muchos cargos personales de entonces dependían de que uno no dijera nada en contra. En los años ’90, incluso, nuestro claustro eligió como Decano, en anterior administración, a uno de esos funcionarios que lo habían sido durante la dictadura, que luego les tocó juzgar y condenar a los ex - comandantes, y más tarde, en cambio, convalidar aquellas leyes; es decir, todo siempre coincidiendo, en cada caso, con las pretensiones del poder político. Podrá ser coincidencia, pero no afortunada.
Por entonces yo regresaba de una estancia de investigación en el extranjero, con una laboriosa segunda tesis doctoral. Pero si mis títulos universitarios se incrementaban, mi fe en el Derecho decrecía. ¿Cuál era el mensaje, entonces, que quedaba para los estudiantes, los futuros hombres de Derecho? De hecho, no de Derecho, siguió valiendo que para ascender en estructuras de poder era más conveniente la complacencia que la lucha por el Derecho. Me refiero a la percepción externa de los fenómenos, sin juzgar sobre las motivaciones morales de nadie, en cuyos dominios no debo entrar.
Pero quien profese ideas similares a las de VON JHERING no puede orientarse por principios utilitarios, de conveniencia personal.
¿Se ha modificado esencialmente la situación en el momento actual? Las empresas de noticias dan un mensaje muy optimista. Si uno atiende a los medios de comunicación —que se muestran tan uniformes, casi, como lo eran en la dictadura—, parecemos Suiza.
III. Yo, sin embargo, acaso por mi tendencia incorregible a la disidencia, no veo ninguna mejora institucional: todo lo contrario.
A. Verdad es que las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, por ejemplo, fueron anuladas. Pero esto se había intentado a comienzos del año ’98 —de hecho yo participé en un proyecto de esa índole— y había sido rechazado por el Congreso, incluso por legisladores que hace dos años sí declararon nulas esas leyes. La Corte actual, “la Corte sustituta” —por así decirlo—, ratificó esa anulación. Incluso lo hizo así un juez que había declarado válidas las leyes 18 años antes. Las leyes eran nulas, por cierto, sin necesidad de que lo declarase así el Congreso. Pero entretanto habían pasado más de 20 años, contados desde el inicio de las causas penales contra diferentes imputados, y éstas habían sido cerradas, aunque, por cierto, indebidamente. Mas es también un principio propio de los derechos fundamentales del hombre el de que toda causa penal debe concluir dentro de un plazo razonable. La reapertura de las causas tanto tiempo después no se lleva para nada bien con ese principio, aunque, admito, es un problema de solución difícil, discutible. Pero, más allá de eso, se trata de procesados que ya no tienen la menor posibilidad de perturbar la acción de la justicia, ni la de sustraerse al cometido de los juicios. ¿Qué razón hay, entonces, para que se hallen en prisión preventiva, en violación a los límites constitucionales del encarcelamiento preventivo que aquí enseñamos, en procedimientos que, según se sabe, por lo demás, en muchos casos no concluirán nunca?
Todo habla en favor de signos de instrumentalización del hombre, de muchos hombres, con fines políticos. Mas la defensa de los derechos humanos, así lo decimos en esta casa, se caracteriza ante todo por el respeto a las garantías del imputado frente a la pretensión estatal, no por fortalecer estrategias de imputación contrarias a las garantías del individuo.
Las organizaciones intermedias que se jactan de proteger los derechos de la persona humana no reparan en nada de eso. Y a quien le toque estar tan sólo sindicado en una causa de esa índole —en algunos supuestos, acaso, sólo por dichos de testigos— muy posiblemente perderá todo su crédito, su honra, su fortuna, y con seguridad se le restringirán también sus derechos de defensa. Si llegara a ser inocente, será muy tarde para repararlo; y aún si fuera culpable —por más que se trate, por cierto, de hechos sumamente graves—, no hay ninguna razón para violar sus garantías procesales en el tiempo intermedio.
B. En otro andarivel corre el maratón del gobierno por manipular decisiones judiciales. Se comenzó con un golpe de Estado a la Corte Suprema, iniciado en 2003, como dato, según dijo uno de los jueces enjuiciados, Moliné O’Connor, de una pulseada por la “pesificación”, y concluyó este año con la destitución del juez Boggiano, de quien fui alumno de esta casa en mi última asignatura, hace 23 años, y a quien me tocó, quizá por eso mismo, defender en el juicio. El destrono de la Corte ocurrió con la complicidad de innumerables sectores políticos que vieron una ocasión fácil para granjearse indebido halo de honestidad, cuando lo que estaba en juego, de hecho, descripto externamente y sin ningún juicio sobre las personas, era el volver a la situación objetiva de una Corte por cada gobierno. Esto se agravó cuando uno de los jueces de la Corte de conjueces que entendió en el recurso de mi otrora maestro Boggiano, dándole momentánea razón, fue suspendido en sus funciones por el Consejo de la Magistratura. Así se quebraba la Corte que debía juzgar sobre los actos del Senado, o se intentaba quebrarla. Todo juez tenía que saber a partir de aquí, pues, a qué atenerse en su función judicial. ¿Quién se animaría, entonces, a contradecir eventuales actos ilícitos de gobierno, supuesto que los hubiera, mediante una sentencia judicial? Sólo un juez que estuviera dispuesto a arriesgar su estabilidad personal en pro de la lucha por el Derecho. Esta fe en el Derecho, sin embargo, salvo ánimas de excepción, se debilita con el tiempo.
C. Las reacciones de la universidad, por su parte, han sido ambivalentes.
Celebro que el señor Decano haya liderado una oposición de la Universidad de Buenos Aires contra las llamadas “leyes Blumberg”, hace poco más de un año. Pues ese adoctrinamiento de los medios de comunicación según el cual lograríamos El Edén con un derecho penal drástico y anti-humanitario es todo lo contrario a lo que enseñamos aquí. El jurista ilustrado no puede seguir ese camino. Que los legisladores no nos hayan oído no significa que no nos hayamos expresado en la senda del Derecho.
En otros puntos, sin embargo, como en el de la Corte Suprema, hubo silencio o acaso, incluso, beneplácito, aunque entiendo que no por parte de instancias oficiales. Una querida profesora de esta casa justificaba hace dos años la destitución del juez Moliné O’Connor con el bálsamo de que “es la primera vez que los de izquierda podemos hacerle algo a los de derecha”. Pero: ¿qué explicación es ésta?
Algo similar ocurre cuando ciertos legisladores electos de hoy se erigen en patrones de una moral indescifrable para excluir del Congreso a otros igualmente electos, sobre la base de supuestas inidoneidades morales de “los otros”. En la sociedad democrática, sin embargo, la moral positivizada en leyes ajustadas a la Constitución es la que puede ser exigida al ciudadano; no más. Y si hubiera derecho a juzgar la moral de los candidatos, ¿cuántos cargos habría que dejar vacantes? ¿Quiénes serían jueces aptos para tales juicios morales, no basados en normas jurídicas? Pronunciamientos de esa índole son vanagloria moral; pero, por encima de ello, sustracción de los derechos “del otro”. Exclusiones semejantes, como las del estilo: “Fulano no pertenece más al Estado”, “está en el Acta”, se hacían en la dictadura. Nos parecían muy criticables y dirigíamos todo nuestro arsenal teórico contra ellas.
IV. Nada de eso se corresponde a los ideales de JHERING, creo yo.
Hay una sociedad allí donde hay normas y el miembro de la sociedad se atiene a ellas. Donde no hay normas o, si las hay, no son cumplidas por nadie, sólo se trata de un conglomerado informe de seres extraviados. No de sociedad y ni de Estado, mucho menos de sociedad y Estado democráticos.
Pues el respeto a la norma tiene sentido si estamos dispuestos a reconocer el derecho que le corresponde precisamente a nuestro adversario —cualquiera que sea el género adversarial al que él pertenezca—.
El Departamento de Derecho Penal de esta casa —para seguir con ejemplos de mi herejía o disidencia— organiza declaraciones en pro de la independencia del poder judicial contra citaciones del Consejo de la Magistratura. Esto está muy bien. Pero, hasta hoy, sólo lo hace cuando está afectado un miembro del Departamento o, más bien, un miembro del grupo afecto a los que promueven la declaración. Si no es del grupo, no hay proclama. Lo que está en juego, empero, en el Estado de Derecho, no es la protección de tal o cual bando, sino la reafirmación de las normas legítimas como parámetro del contacto social, válido para todos. Lo que importa no es tan sólo la persona del juez afectado; por cierto que también esto, pero igualmente lo es la defensa del derecho de todos los ciudadanos, de cualquier otro oficio o vocación, a contar con jueces independientes, especialmente en sus contiendas contra el Estado; que no tengan por qué confrontar sus decisiones con el parecer de los gobiernos, ni con el de un periodista que los controla y avala o hace suspender. Eso no es un Estado de Derecho, sino una nueva restricción a los derechos de todos.
En suma, queridos colegas de hoy, yo he presenciado todos los vaivenes, o al menos unos cuantos de la última etapa de nuestra historia, que todavía sigue. Aquellos que sostenían una moral elevada en el exilio, con sus críticas certeras, justas, y que en parte formaron nuestra sensibilidad jurídica y social desde el extranjero, desde sus padecimientos, se hacen hoy pasibles de críticas semejantes, desde sus puestos de funcionarios. Todo se explica con el resguardo: “mirá, viejo, acá, en la política, la cosa es así”. Lo que hayan sufrido como persona humana en el pasado no les es suficiente para reconocer la humanidad del prójimo en el presente, sino más bien todo lo contrario.
Esto es lo que yo quisiera estigmatizar hoy como incorrecto y el mensaje que deseo transmitir en mis últimas palabras a esta promoción. Pero, claro, podría estar completamente equivocado en mis juicios, como siempre puede ocurrir.
Lo esencial —según yo lo veo— es la fe en el Derecho que ustedes puedan conservar e incrementar, aún a costa del desarrollo económico o social en sus vidas como “abogados”. Es preferible un decurso profesional exento de honores públicos, si es que ése ha de ser el precio de profesar que el “dogma de la justicia” no se puede quebrantar nunca; es el imperativo categórico por excelencia: y requiere igualdad, ecuanimidad, límites al poder, respeto al derecho de todos, dar a cada uno lo suyo —sin sustraérselo a nadie—. Hay momentos en la vida de todos que no se olvidan. El de la graduación en la universidad, para quienes pudimos tener estudios universitarios, es uno de ellos. Espero que vuestra generación esté muy por encima de las nuestras. El tramo de la historia que se avecina, en cuanto atañe a los usos y aplicación del Derecho, está en vuestras manos, no ya en las nuestras. Ojalá puedan configurar un mundo esencialmente mejor que el que reciben, para las generaciones venideras, en las que también entran nuestros hijos.
Nada más, y muchas gracias por su atención.