Discurso pronunciado por el Dr. Julio B. J. Maier
Acto de colación de grado del día 21 de mayo de 2005
Sres. graduados: doctores, abogados y traductores:
Para la mayoría de Uds. el acto que van a cumplir implica un hito verdadero en sus vidas: finalizan un período de ellas, que supongo -por mi experiencia de estudiante- con mayores alegrías que sinsabores, e ingresan a otro período cuyo desenlace no conocen y, en la mayoría de los casos, tampoco pueden imaginar, al menos totalmente. Yo estimo que el mundo que Uds. van a enfrentar, a partir de la profesión que han abrazado, resulta considerablemente distinto a aquel que yo enfrenté oportunamente, de manera que me siento inhabilitado para dejarles algún consejo. Por esa razón, en adelante sólo les expresaré brevemente aquello que, según mi propia interpretación del mundo, yo querría para y de Uds. Y aunque por razones lingüísticas me exprese en primera persona singular, sepan desde ya que ese mundo que yo anhelo no es más mío, pues ya atravesé prácticamente todas las etapas de mi vida y deseo tener tiempo para sentarme a contemplarla, criticarla en aquello que puede haber sido incorrecto, sonreír frente a las anécdotas felices, recuperar ciertas tristezas, según siempre sucede; por lo contrario, ese nuevo mundo pertenece a Uds., que deberán forjarlo y vivirlo a su manera.
En primer lugar, yo querría que los hombres y mujeres que habitan ese mundo y, muy especialmente, nuestro país, fueran más iguales unos con otros: esto significa que ellos tengan oportunidades más parejas de desarrollo personal y, también, sufrimientos más equivalentes. Concedo a la igualdad de oportunidades y a la distribución pareja de las cargas sociales, dentro de ciertos límites, un valor supremo en el funcionamiento práctico de los sistemas jurídicos y políticos. Como ya lo decía Rousseau en los albores de la Ilustración, la paz no se conseguirá mientras unos tengan mucho y sean avaros, y otros tengan poco o no tengan nada. Y para lograr esta igualdad relativa, como valor que presida vuestra vida y vuestro ejercicio profesional, nada mejor, a mi juicio, que cultivar valores prácticos anexos como el de la solidaridad con vuestros semejantes, auxilio para quienes lo necesitan, de modo de procurar alcanzar aquella meta. El Derecho constituye una buena herramienta —quizás no la única— para tenderle la mano a nuestros semejantes necesitados de ella y para convencer a los avaros sobre la necesidad de su colaboración.
Tal solidaridad se ennoblece cuando la tratamos como fraternidad. Considerar hermano, es decir, igual, a cada semejante, implica desde ya que lo trataremos según el respeto que nosotros exigimos para nosotros mismos, con lo cual, más allá de interpretaciones y discusiones, intentaremos cumplir con el imperativo categórico kantiano: “obra sólo según aquella máxima de la que al mismo tiempo puedas querer que se convierta en norma universal”. La fraternidad es, por tanto, una condición de la igualdad. Ya no tan sólo la ley jurídica, sino, antes bien, la ley moral nos impone tratar a nuestros semejantes como hermanos, sin distinción alguna. Por ello es también que distinciones como “amigo – enemigo”, “incluido – excluido”, hoy de nuevo en boga, son contrarias a la moral y contradictorias en sí mismas, pues resulta claro que nuestro enemigo de hoy, a quien tratamos en forma diferente, invierte la consideración y él también nos considera, a su vez, “su enemigo”, y nos aplicará nuestras mismas reglas excluyentes no bien triunfe en su empresa de vencernos y aun antes de ello. De allí que el apotegma del presidente de una nación poderosa, según el cual Dios no es imparcial, por lo que no todos somos igualmente hijos de Dios; lo que piensan algunos es grato a Dios, por lo que los otros deben obedecer, es profundamente inmoral. Me parece, por ello, que Uds. no deberían dejar que en vuestro mundo se presencie el comienzo de la muerte del paradigma de Descartes, para reemplazarlo por algo así como “tengo poder, luego existo”, pues a ello conduce el apotegma citado, a considerar que, en ese mundo posible, la fuerza ocupa el lugar de la verdad, según predicó del mismo presidente un actor célebre. He allí expuesta sintéticamente, según yo creo, la superioridad de la regla moral citada frente a cualquier otra que pretenda reemplazarla, llámese mercado o costo – beneficio, reglas que, en todo caso, suenan profundamente egoístas. He allí también expuesta, sintéticamente, la razón de ser de la universalidad de los derechos humanos. Uno de esos derechos humanos es la libertad. La libertad implica que nuestros semejantes nos juzguen por nuestras decisiones llevadas a cabo, ejecutadas, esto es, por nuestros actos cumplidos y no seamos juzgados, en cambio, por suposiciones de futuro, hechos no realizados, meras predicciones de aquello que vendrá con base en la prevención. Y también implica que los hechos pasados que autorizan la crítica de nuestro comportamiento trasciendan del ámbito individual o privado, provoquen un daño cierto a nuestros semejantes. Con todo lo de ambiguo que pueden acarrear estas definiciones, que reconozco, y la posibilidad de su falsación en la práctica, que también reconozco, no existe libertad alguna que pueda desarrollarse si esas condiciones no se cumplen o, mejor dicho, son desconocidas de un modo grosero. Por ello creo que —dicho ahora de modo positivo— la libertad consiste en reconocer y respetar al individuo o a lo de individual que todos nosotros tenemos, esto es, nuevamente, en el respeto por nuestro semejante, en tratarlo como nuestro hermano, como nuestro par o igual, condición sin la cual el mundo sólo es pensable como guerra de unos contra otros, como combate contra el otro, como represión contra el perdedor o del más vulnerable. Por ello es también que —desde mi mundo— observo que la tarea básica de Uds. consiste —según lo leí hace escasos dos días— en construir un mundo en el que quepan otros mundos, en donde quepan el mundo del cristiano y los varios otros que no profesan esa fe o que no profesan fe alguna, en donde quepan el mundo del negro, el del blanco y el del amarillo, en donde quepan el mundo de los jóvenes y el de los ancianos, el mundo del castellano y el del quechua.
Pues ya se puede adivinar mi final, con el cual pretendo al mismo tiempo que homenajearlos, despedirlos de su vida de estudiantes y colocarles una carga pesada sobre vuestros hombros. Creo y asumo que los antiguos ideales de la Ilustración, libertad, igualdad, fraternidad, tienen todavía vigencia como tales y como valores supremos del ser humano en su vida de relación. A Uds. les pido que los custodien: a quienes sigan la carrera académica que los enseñen y apliquen en sus investigaciones, a quienes ejerzan las funciones prácticas propias de la profesión jurídica, para las que los habilita el título que hoy reciben, que practiquen esas virtudes y les den vigencia real a esos valores. Mis felicitaciones por vuestro logro y mis deseos de felicidad para el futuro, en nombre de la Facultad que los albergó y está dispuesta a seguirlos albergando, y en el mío propio. Felicitaciones y felicidades.