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Año III - Edición 59 18 de noviembre de 2004

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Claude Lefort: El problema de la creencia en política

  • Notas

El pasado 1 de noviembre fue invitado a disertar en la Facultad el filósofo humanista francés Claude Lefort. El evento fue organizado por el Centro Franco-Argentino de Altos Estudios de la UBA. El título de la conferencia fue “El problema de la creencia en Política”; aunque el propio Lefort prefirió cambiarlo por “Creencia política y dominación invisible”. Claude Lefort es Profesor de la Universidad de Sorbone y trabajó en el Centre Nacional de la Recherche Scientifique (CNRS). En ocasión de su invitación fue distinguido con el diploma Doctor Honoris Causa en la Sede del Rectorado de la UBA. Es, además, autor de una extensa bibliografía sobre Filosofía Política y Ciencias Sociales, y es un defensor de la democracia contra cualquier forma de autoritarismo.

En su reflexión sobre la creencia política, Lefort comentó que las inquietudes sobre este tema le surgieron primeramente por la lectura de un pasaje del libro Archipiélago Gulag, escrito por el disidente ruso Aleksander Solzhenitsynen, publicado en 1974, donde a partir de una represión del régimen stalinista se mostraba hasta qué grado el hombre puede llegar a obedecer a un líder. Explicó en ese sentido que la fe comunista no es igual a la fe religiosa, puesto que la creencia comunista se sustenta en una historia puramente racional. La creencia comunista, a diferencia de la religiosa, exige al militante probar constantemente que aquello que sucede es algo que debía suceder. Todo lo que ocurre ilustra el combate entre las fuerzas del progreso y las fuerzas contrarias. Y eso es algo difícil de refutar, puesto que toda la realidad se ajusta a una teoría de elaboración previa. La ley de la historia se combina con una determinación de las relaciones sociales y culturales ligadas con las fuerzas de producción. El militante siempre tiene que tratar de restituir la realidad, yendo al fondo de las cosas, a partir de la lectura profunda de la teoría. El comunista es un hombre que sabe y por eso se distingue de lo vulgar. Cualquiera sea su rango en la escala social, él es un intelectual, pero además uno que no necesita pensar; porque se sostiene bajo una fe en la ciencia, una fe en el partido, y una fe en el líder.

Según Lefort hay algo que a Anna Harendt se le escapó en su estudio sobre los totalitarismos y es que al comunista se lo identifica con el hombre que sabe, con el hombre que cree en las leyes de la historia. Debe actuar como miembro del partido evaluando sus decisiones, y sólo debe responder ante el partido, quien a su vez sólo puede ser responsabilizado por la historia, o sea por nadie. La totalidad del partido reside en una fe en su indivisibilidad. Entonces se convierte en una fe en el dirigente supremo. La fe en un poder dominante que se vuelve ciega, arrastrando masas de hombres dispuestos a sacrificarlo todo. Anna Harendt distingue algo muy importante y es que el militante cree en una dominación que no ve como tal. De eso se trata la dominación invisible.

En la época de la revolución francesa y el posterior bonapartismo, aparecieron autores que comenzaron a ver este fenómeno del autoritarismo previo a Hitler o a Stalin. Citó como ejemplo a Toqueville, quien desconfiaba en cierto modo del fenómeno de la opinión pública. Él veía que el nuevo despotismo no se sustentaba ya en la tradición sino en una fe en la razón. Esto no sólo por una mentalidad nacida a partir del desarrollo de las ciencias, sino por la idea del progreso a partir de la igualdad de condiciones. Así, Toqueville se adelantaba de algún modo a la crítica de Nietzsche que observaba que una imagen de la naturaleza regida por la ley se impone como consecuencia de un estado social que hace parecer a los hombres como semejantes. Toqueville observaba que el progreso de la igualdad engendraba una sociedad cada vez más uniforme y las mentalidades tendían a converger en un punto común. De este modo se va diluyendo la influencia ejercida de un hombre sobre otro hombre y los ciudadanos cada vez más semejantes vuelven invisible cualquier tipo de dominación existente entre ellos [NdR: para polemizar, cabe recordar la conferencia de Anne Bartissol, dictada el 18 de octubre en nuestra Facultad, en la que esbozó su teoría sobre la idea platónica del borramiento del gobernante detrás de las leyes]. Lo que teme Toqueville no es a la democracia de opinión sino a la formación de despotismos en base a la uniformidad. Hay allí cierta sugestión de que esa afirmación de la subjetividad se transforme en una dominación invisible. El llamado al pensamiento puede convertirse en un generalizado no-pensar o en la exigencia de remover la inteligencia, según Edgar Quinet. Para este autor, el sofismo es la primera alteración de la inteligencia, donde ya no se acepta que la inteligencia se desenvuelva sola sino bajo ciertas máximas. La teoría entonces castiga al hombre por haberse dejado engañar.

No pensar no significa tanto no querer pensar sino querer no-ver lo que está delante de nuestros ojos. Se trata entonces no de una pasividad sino de una voluntad. Ahora, qué pasa cuando no hay una obediencia sino una servidumbre. Laboeci dice que lo que hay es un sometimiento deseado. Nunca un solo hombre podría dominar una ciudad si no es la sociedad misma la que desea ser dominada. Laboeci dice que el hombre es el único animal que reprime su deseo ante el propio sometimiento. Ahora, el miedo no es a la muerte, puesto que los hombres están dispuestos a sacrificar su vida por el líder. No puede ser a esta pequeña persona a la que se someten, sino a un encantamiento que no es sino el encanto del hombre ante lo Uno. Aquí no se trata del carisma weberiano, porque no pueden los hombres siquiera reconocerlo. El Uno solo, el único nombre, hace renunciar todo tipo de lenguaje; ante la unidad ninguna oposición es posible, es en definitiva el fin de la historia de la dialéctica.

¿Pero por qué se cambia el deseo de ser libres por uno contrario?  Laboesi sostiene que el encantamiento del nombre de Uno le genera a los hombres la sensación y la seguridad de estar para siempre absolutamente nombrados. Es el cumplimiento del mundo orwelliano en donde cada uno de los hombres está seguro de ser observado y puede sentirse en sí mismo una unidad reconocida. Es el deseo de terminar con la indeterminación –que hace a la libertad-. Pero en realidad ésta existe bajo la apariencia. Porque la servidumbre total nunca puede darse totalmente, el totalitarismo nunca puede desarrollarse perfectamente. Se acaba en definitiva cuando se hace evidente que ese hombre líder no es más que uno de los infinitos hombres que existen en la Tierra.